VISIONES de Miguel García Cano
Los cuadros que integran esta exposición, que podrá visitarse en el Museo de Almería entre el 8 de julio y el 25 de septiembre de 2022, forman parte de las dos grandes series pictóricas que Miguel García Cano (Obejo, Córdoba, 1957) ha venido desarrollando a lo largo de las dos últimas décadas; es decir, la obra expuesta es toda ella una obra elaborada en este siglo XXI. A las piezas correspondientes a estas dos series, el artista solo ha añadido, de su etapa anterior, las esculturas en madera de la serie Quercus, tal vez por los vínculos emocionales o las raíces comunes que dichas piezas tienen con la primera de dichas series, la que lleva por título El Silencio y que corresponde al período 2000-2012. La segunda serie, llamada No Lugar, se extiende desde 2013, año en el que se produce la primera pieza de dicha serie, hasta el momento actual. Si la serie de El Silencio remite a espacios y emociones vinculados a su paisaje natal, en el arranque de la sierra cordobesa, en el No Lugar, la geografía física, mental y sentimental remite a la costa de Almería.
La exposición exhibe unas 46 piezas (40 cuadros y 6 esculturas) y da cuenta del singular mundo pictórico de un artista al que no resulta fácil encasillarlo en escuela, tendencia o capilla alguna, y que siempre desarrolló su obra siguiendo sus propios instintos y convicciones, instaurando una coherencia propia a su evolución. Si bien su pintura es figurativa y no abstracta, no podemos hablar enteramente de realismo, pues sus cuadros, y aun sus más explícitos paisajes, son antes paisajes mentales que copias físicas, aunque mantengan viva su innegable referencialidad. Miguel García Cano es un pintor de estudio, no de calle o al natural: todo lo percibido por el artista está sometido a un complejo proceso de metamorfosis, en el que lo visto, lo vivido, lo experimentado es recobrado para la obra a través de una maraña de intuiciones, presagios, estímulos (muchas veces de origen poético o literario) y diálogos interpersonales, que van alumbrando el marco referencial donde va a desplegarse la secuencia pictórica que acabará generando la nueva serie. Al final es el mundo interior del pintor el que emerge en la obra y el que le da sentido, más allá de la pura objetividad.
Las dos series que integran esta exposición se podrían catalogar a priori como “paisajes”, siempre y cuando acentuemos notablemente el peso de las comillas. En todo caso, esta cercanía del artista por temas relacionados con la naturaleza puede ser rastreada si echamos una rápida ojeada a algunas señas de identidad biográficas del autor, que pese a llevar en las últimas décadas una vida esencialmente urbana (reside en Valencia desde principios de los años 70), procede, como tantos españoles y tantos artistas de su generación, del mundo rural de los años 50 y 60, es decir, de la España rural que, con enormes sacrificios y dificultades, renace tras la devastación de la guerra civil, y en la que cada familia y cada individuo están obligados (si no pertenecen a las élites) a encontrar una forma de supervivencia y a trazar su propio destino.
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De Obejo a Valencia, pasando por Córdoba
El pueblo de Obejo se encuentra a menos de 30 kilómetros en línea recta al norte de Córdoba, en las primeras estribaciones de Sierra Morena, una zona de montañas bajas y valles profundos, que fue zona minera hasta la guerra. Para ir de Córdoba a Obejo hay que recorrer sin embargo una carretera de más de 45 kilómetros, con algunos tramos escarpados y bastantes curvas, lo que permite al viajero familiarizarse con el paisaje, un paisaje que desde niño estuvo siempre en la retina del pintor.
En el Obejo bastante despoblado de los sesenta del siglo XX, aparte de asistir a la escuela y hacer las gamberradas de los chavales de la época, Miguel García Cano tiene que ayudar en los quehaceres familiares en el campo y cuidar de los animales: dar de comer a los cerdos, sacar las cabras y ovejas a pastar, alimentar los conejos, asistir al parto de algunas bestias… cuando aún no ha cumplido los doce años. Tiene pues, desde niño, esa relación natural con el campo, con la naturaleza, que le permite una visión directa e interior. Se trata de un mundo vivido, donde el niño vive fusionado con ese espacio vital.
Y es allí donde un día, un día como otro cualquiera, al final de una tarea o en medio de ella, alza la vista, observa el paisaje circundante y se dice a sí mismo, de forma espontánea, pero arrebatado por un impulso incontenible: ¡Qué bonito es esto! Un pálpito, un presagio estético, esa sensación única que todos tenemos alguna vez, impresionados de pronto por algo que siempre tuvimos ahí delante, pero que un día se nos presenta con una luz distinta, como el nacimiento de una intuición o una experiencia nueva.
Otro día, el niño dibuja en casa un paisaje de Oceanía, inspirándose en una ilustración de la Enciclopedia Álvarez. A la madre le gusta, lo felicita, lo cuelga en la pared y a cada vecino que entra en la casa le llama la atención sobre el dibujo de Miguel. De pronto, este deja de ser uno más entre los cinco hermanos, hace algo distinto, algo que llama la atención de la madre y de la gente, algo que hace que se hable de él de forma distinta, que le permite destacar. Y a partir de ese momento se aficiona a pintar, como un ingrediente esencial y distintivo de su identidad.
Basten estas dos pinceladas para acompañar al niño de once años a Córdoba, adonde la familia se desplaza en 1969 por ese designio de tantos padres de la época de que “sus hijos tengan una buena educación”. Venden tierras y animales y se van a la capital. Allí asiste a las clases del instituto Séneca, donde cursa primero y segundo de bachillerato y forma una peña de amigos, que sin embargo no va a durar, porque a los dos años, las cosas no le van bien al padre y la familia tiene que emprender una segunda migración, que será definitiva, para acabar en Manises, un pueblo de la periferia de Valencia famoso por su cerámica. Miguel, que ya no ha dejado de pintar nunca ni de asombrarse ante el mundo, va a encarar en este nuevo espacio su andadura vital y artística.
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¿Estudiar bellas artes para “morirse de hambre” o arquitectura técnica para tener un oficio del que vivir (y no estar muy alejado de la pasión pictórica)?
En 1973, el artista en ciernes, un joven apuesto de 16 años, antes de acabar el bachillerato ya tiene dentro el gusanillo del arte. Muestra a un profesor de confianza su “Cuadro de las flores” y le plantea que le gustaría estudiar Bellas Artes. Pero el profesor le disuade: no cree que dicha carrera le enseñara más de lo que él puede aprender si continúa por ese camino, además, dadas sus condiciones materiales de existencia (no solo deberá trabajar para mantenerse a sí mismo, sino también para ayudar a su familia), hacer Bellas Artes es “un suicidio”. Y le recomienda que estudie arquitectura técnica, una carrera que le permitirá sostenerse económicamente y en la que podrá aprender muchas cosas valiosas para la pintura, aunque parezca muy alejado de ella.
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Miguel acepta la idea, y al tiempo que aprende un oficio refuerza una base matemática, que ya había trabajado en el bachillerato. Quien conoce a fondo la pintura y los métodos de trabajo del pintor Miguel García Cano sabe a la perfección que las matemáticas nunca están ausentes de sus composiciones. Como si fuera un artista del Renacimiento, su pintura se atiene a proporciones en las que se utiliza el cálculo matemático.
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<<Aplico la proporción áurea a las medidas de mis cuadros rectangulares, los trípticos áureos son la fragmentación de uno de estos rectángulos en tres piezas, dos cuadrados y un rectángulo, todas ellas relacionadas entre sí precisamente por dicha proporción>>
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Al final, la carrera (cursada toda ella en Valencia) le va a derivar, más que al trabajo previsible (la construcción de viviendas, que también lleva a cabo en algunos momentos) a otro más singular y que, a la postre, tendrá más relevancia en su vida e, indirectamente, para su obra: la realización del catastro. Un trabajo ligado inextricablemente al tema del espacio, su medición,
su distribución, su organización, su captación visual y su representación gráfica. Una actividad obviamente extrapictórica y extraartística, pero como la ocurrió a Kafka con su trabajo en una compañía de seguros de Bohemia, donde debía redactar interminables informes burocráticos, que acabaron por tener una influencia nada desdeñable en su forma de escribir, también García Cano va a saber sacar de las lecciones del dibujo técnico y de la metódica actividad catastral lecciones importantes para su cada vez más decidida (ya a finales de los setenta y mediados de los ochenta) voluntad de ser un pintor creativo con obra propia.
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Hacer frente a la “dictadura” de la abstracción
Quien haya estudiado con un poco de atención y algo de objetividad la evolución del mundo artístico, y en especial de la pintura, en la encrucijada de los años sesenta y setenta, en el marco global, pero sobre todo en el caso español, convendrá en que, de una manera harto concluyente, la idea de modernidad pictórica se va a ir asociando cada vez más con la abstracción. La pintura figurativa, y sobre todo las formas más evidentes de “realismo”, se van a vincular indefectiblemente a “un pasado superado”, a algo que ya no “es moderno”, a un arte “desfasado, pasado de moda”, a una actitud estética que ya no permite captar la esencia del mundo actual. Cualquier deudor del realismo, cualquier pintor que se suma a una cada vez más excluida “secta” de lo figurativo, tiene de pronto vedado su acceso a los recién nacidos (en España) museos de arte moderno o contemporáneo, que se multiplican por las 17 autonomías, o a las galerías más afamadas y vanguardistas. Lo “figurativo” pasa a integrar una categoría inferior, inactual, desfasada, incluso retrógrada o hasta reaccionaria. El pintor que opta por la figuración (quizá con la excepción de los artistas que siguen la corriente pop) ya está fuera, a priori, de las vanguardias estéticas, y su obra será inevitablemente juzgada, no por sus aportaciones y su novedad, sino por sus deudas con el pasado.
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<<no entendía por qué siendo yo tan admirador de la pintura que encierra el Museo del Prado podía obviarla para ser condescendiente con la crítica española de los años 70, que posiblemente obnubilada por el éxito del museo de arte abstracto de Cuenca, llegaba a afirmar que el arte figurativo y realista estaba muerto y acusaba a quienes se atrevían a discurrir por ese camino de reaccionarios, y poco menos que fascistas>>
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En este contexto (que solo muy recientemente se ha suavizado algo, con la entrada en los museos de arte contemporáneo de algunos de los grandes referentes del realismo español de los últimos 50 años, como Antonio López), en ese contexto, digo, que un artista joven tome conscientemente, en los setenta y ochenta, la decisión de desarrollar su pintura en el campo de la figuración revela, como mínimo, convicción, energía y voluntad de lucha, pues la “minoría”, oprimida, siempre está obligada a luchar, a remar contracorriente. “Dictaduras” no las hay solo en el campo político, también las hay en el campo artístico y estético, y ambas se parecen mucho en la forma de ejercer el poder y de imponer una visión unilateral, sesgada y discriminatoria de las cosas, marginando a los disidentes.
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La Canción de Peiwoh
No vamos a hacer aquí un recorrido exhaustivo de la trayectoria pictórica de Miguel García Cano, ni a reseñar todos los premios y exposiciones, o todos los vaivenes de su recorrido pictórico. Pero antes de centrarnos en las dos series pictóricas que integran esta exposición, me gustaría detenerme muy brevemente en otras dos series importantes dentro de su evolución.
La primera, que corresponde a la segunda mitad de los años noventa, lleva por título La Canción de Peiwoh, y se declara inspirada inicialmente en la lectura de un antiguo cuento chino, empapado de las tradiciones y creencias ancestrales del antiguo imperio, que Marco Polo llamaba en sus crónicas Catai.
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<< Para La Canción de Peiwoh tuve que inventar una forma de pintar: tiraba pintura acrílica muy líquida sobre la tabla y la hacía diluirse y desplazarse por la superficie controlando en todo momento tal discurrir con trapos y esponjas húmedas, para conseguir un dibujo improvisado que terminaba convirtiéndose en un paisaje>>
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Se trata de una amplia serie da paisajes, con múltiples variaciones, de muy pocos ingredientes: hojas de un verde aterciopelado, intenso y brillante, nubes de un cárdeno algodonoso, colinas y montañas delimitando los horizontes, cielos escarlatas o violáceos brillantes u oscuros, conforme al día o la noche, y a veces lunas espectaculares. Son pinturas figurativas pero inundadas de fantasía, color, aroma, música y un intenso hedonismo, que a veces sugiere también un erotismo visual secreto. Los cuadros tienen un cierto aire “oriental”, como si se inspirasen en las antiguas pinturas china o japonesa, pero más allá de ese sincretismo, lo que desprende el conjunto es una armonía, un equilibrio, una dulzura y una sensualidad, que desnudan a un artista en pleno estado de felicidad, o de satisfacción, alegría y comunión con la vida. El artista ha encontrado un motivo para exponer su joie de vivre, su gozoso estar en el mundo, lo placentera que podría ser una existencia rodeada por esos árboles, esas montañas, esas nubes, esas lunas inmensas que presagian noches interminables.
Con ello entramos en uno de los rasgos esenciales de toda la pintura de García Cano: sus paisajes, que resumen y expresan ante todo sus estados de ánimo y sus más intensas vivencias, en cada uno de los períodos de su vida, no son “reflejos directos” de paisajes existentes, sino paisajes interiores, paisajes del alma, paisajes derivados de una intensa visión interior, alimentada por textos poéticos, narrativos o fabulados, madurados a lo largo de inquietas reflexiones en las que juega un papel decisivo el conocimiento y la confrontación con el mundo del arte, pasado y actual, y gestados a través de largas jornadas de maduración y pruebas en su estudio.
Cierto que como dice Estrella de Diego, en el catálogo de una de las exposiciones de esta serie, las pinturas de La Canción de Peiwoh nos remiten a una “China mítica y única que es siempre, para siempre Catai”, “una China narrada cada vez como la espera nuestra imaginación”: esa China, dice, “es la que dibuja García Cano en sus paisajes”. Pero conviene puntualizar que no estamos en un ejercicio mimético de nada; García Cano puede inspirarse en alguien pero jamás copia a otro. Y además, nada dirían esas pinturas si no estuviese en ellas el “alma” del pintor; no solo su talento o su cualificación técnica, sino su alma, pletórica y henchida de gozo y, a veces también, de melancolía.
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Oscuridad Primordial
Tras la exaltación colorista y llena de vida de La Canción de Peiwoh, y de acuerdo a un giro destacado de su espíritu creativo, más sereno y maduro, tal vez más nostálgico, menos ferozmente vitalista y más cercano a la necesidad de sosiego, García Cano inicia la poderosa serie de El Silencio, de la que podemos gozar en esta exposición abundantes piezas y de la que vamos a hablar más adelante.
El pintor, al mismo tiempo que sigue el curso sinuoso de esta serie, con todas sus variantes y desafíos formales, del interior mismo de ella deriva, y hace crecer, otra serie “colateral”, nacida a raíz de una reflexión tanto pictórica como filosófica acerca de lo que el pintor llamó “oscuridad primordial”, ese fondo cósmico y primigenio de lo que todo emerge. Esa verdad estética que ya conocía y postulaba el Barroco, y que de forma recurrente reaparece en la historia del arte. Ese fondo negro sobre el que irrumpe y destaca con una luz casi sobrenatural el color de las cosas.
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<< … con la patata de escala desmedida (101 x 180 cm.) me enfrenté con uno de los retos técnicos más complejos que he hecho en toda mi obra. Lo aprendido en la serie de La Canción de Peiwoh y El Silencio en el manejo del acrílico me ayudó mucho y acometí la ardua tarea de realizar veladuras en grandes superficies con un material que seca en cuestión de segundos si la capa es delicada, donde de nada sirven los retardadores de secado por generar grumos imposibles>>
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Una parte importante (y muy comercial) de esa serie estuvo formada por distintos tubérculos y hortalizas que “nadaban” en un espacio sideral, que constituía el telón de fondo referencial a esa “oscuridad primordial” que definía la serie.
En este marco emerge la célebre “Patata”: el afamado tubérculo, traído de América, y que salvó a Europa del hambre, se convierte en la obra de García Cano, pese a su acusado realismo y fidelidad pictórica, en una especie de asteroide solitario que surca el espacio cósmico, perdido en la infinitud.
Como dije entonces, a propósito de esta serie, “Cuando las cosas abandonan los planos más usuales de la realidad y buscan su esencialidad, aparece no solo su vertiente más ignorada sino también su vínculo con la totalidad. Es entonces cuando el macrocosmos (y su lejanía y dimensión terroríficas) se acerca al microcosmos (tan palpable en su accesibilidad) y podemos, por un instante, por un simple instante, acceder al secreto más profundo del universo. La radical unidad de todo lo que hay”.
Y concluía: “Por eso la mirada de García Cano es tan extraña y singular: la indiferencia con que esa patata estelar se aleja en el espacio infinito no nos permite pensar ni en la tortilla de patatas ni en el hervido. Algo está fuera de lugar. Algo ha abandonado su casillero habitual. La patata ha entrado en otra dimensión. Una dimensión que nos habla de que las cosas viven y son al margen de nuestra condición. Que las cosas aspiran a una cierta totalidad. A su fusión con el universo. Que reivindican su condición de misterio y revelación. Exigen, y a veces claman, su propia metafísica. A través de ellas también se manifiesta la oculta esencia del mundo. (…) Al fusionar micro y macrocosmos, Miguel García Cano emprende un viaje singular. Se aleja aún más de las especies pictóricas a la moda y busca refugio en la esencia de la pintura. Un viaje en el que no encontrará ni acompañantes ni consuelo. Tampoco nosotros podemos hallarlo al ver esas patatas alejarse y perderse en la infinitud del espacio. Buscando no la lejanía, sino la plenitud de su ser”.
Con Oscuridad Primordial, al mismo tiempo que con El Silencio, la búsqueda de García Cano alcanza una soberbia madurez. Ya hay un enfoque, una mirada, una visión absolutamente propia.
El Silencio
Con el comienzo del nuevo siglo, la pintura de Miguel García Cano da un giro singular. Para expresar los nuevos estados de ánimo y definir un territorio más personal, abandona los mundos y paisajes exóticos que protagonizaron La Canción de Peiwoh, y en un ejercicio de auténtica introspección descubre en los paisajes de su Obejo natal la incitación para una nueva búsqueda tanto pictórica y estética como más cercana a una filosofía vital.
Deja de lado los colores sensuales y atrevidos para acercarse a la tierra, y ensaya una nueva técnica pictórica para captar y reflejar esa ladera oculta de las montañas y colinas que casi nunca vemos, y que son el territorio del Silencio, el espacio donde juegan la luz y las sombras, donde el tiempo tiene su propia dimensión. Son espacios mudos, sin cielo ni agua. Sin horizontes. García Cano pinta la piel de la tierra, fragmentos de esa piel, que a veces parecen analizados como por un microscopio.
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<<En la serie de El Silencio, las grandes manchas de color líquido que sirvieron para los paisajes de La Canción de Peiwoh, se reducen en tamaño y con pinceladas que mejor sería llamarlas goteo. Sobre la tabla depositada sobre la mesa o en el suelo, reclinado encima o literalmente sentado sobre ella, conformo un paisaje inventado capa a capa con sucesivos barnizados acrílicos a modo de lacas chinas, obrando como obra la naturaleza donde un árbol nace donde puede crecer y donde el sol brilla donde se posa, como enseñaban los maestros taoístas chinos a sus alumnos>>
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sos paisajes, en cierto modo claustrofóbicos, poseen un fuerte poder hipnótico. Si uno los mira largo tiempo con mucha atención sentirá la misma sensación que cuando está frente a la chimenea viendo arder un fuego; o como si estuviera ante un cuadro de Rotkho. La sensación se intensifica con la duración de la mirada. Y es posible experimentar de pronto una potente sensación de paz, ante la tranquilidad y sosiego que respira el cuadro, y ante el silencio que lo habita; pero también puede apoderarse del espectador una angustia igualmente potente, ante el espacio clausurado, sin puntos de fuga, sin recursos para salir del cuadro. Ambas sensaciones son posibles, porque el cuadro se dirige directamente al alma del espectador, y lo expone a sus propios conflictos, a sus temores y ansiedades, o bien cimenta en su espíritu un estado de satisfactoria plenitud.
A lo largo de la serie, García Cano juega con la versatilidad y la intercambiabilidad del espacio. Hay cuadros que, como pequeños puzles, se pueden montar de distintas maneras, provocando efectos distintos y adquiriendo formas novedosas. Es un extraño ejercicio para un “paisajista realista”, que buscaría plasmar una geografía fija e inmutable. Pero esa no es, obviamente, la intención de García Cano. La topografía que inspira los cuadros existe. Existe en el recuerdo. Y ha sido revisitada. Pero a la hora de llevarla al cuadro, ha sido reinventada. Y de ese “nuevo” paisaje, Miguel García Cano es dueño y señor, y puede someterlo a las mutaciones y cambios que su arte le exija.
Las luces y sombras hablan de los días y las horas. De los días nublados o despejados, del amanecer y del atardecer, de la jornada que nace y que muere. Hay una vida extraña en todo eso, aunque los paisajes parezcan desprovistos de vida, pues no hay ni seres humanos ni animales, solo la piel desnuda de la tierra y su tenue vegetación. A veces la niebla los surca. Hay calveros y lomas, valles umbrosos, intersecciones entre distintas elevaciones del terreno, algún camino, presuntas hondonadas, tonos distintos de tierra, árboles y arbustos difusos desde el punto de observación alejado, y elevado, al que nos remite el pintor. Todo parece muy simple, hasta que la mirada queda atrapada en la magia del cuadro.
En algunos de estos paisajes vemos, o intuimos, huellas perdidas del paso de los hombres en tiempos de antaño. Esas sendas borradas nos hablan de un abandono, de una pérdida, de cómo hemos dejado atrás espacios que en otro tiempo tuvieron una significación y un uso para nuestros antepasados. El tiempo diluye esa presencia, pero las pinturas la rescatan del olvido.
La mayoría de los cuadros de El Silencio son de formato cuadrado, lo que contradice la tradición del retrato paisajístico, que la norma dicta debe ser rectangular y horizontal. Esta opción no parece casual, sino estrechamente ligada al magnetismo óptico que se pretende, la vista no tiene adónde escapar.
Pero estos paisajes encuadrados no pretenden ser testimonios necesarios de la desolación. También funcionan, en cierto modo, como refugios. Refugios en los que anida un bien muy preciado que está ya definitivamente ausente de los espacios “civilizados”: el Silencio, víctima propiciatoria del ruido incesante en el que vivimos atrapados en las urbes mecanizas o sus arterias de comunicación.
El silencio es esencial para la meditación, para el sosiego, para vivir fuera del estrés nervioso de la llamada vida moderna. El Silencio de García Cano es también una reivindicación.
El No Lugar
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Esta serie, que se inicia en 2013, tiene su fuente de inspiración principal en ciertos tramos de la costa de Almería. Un paisaje montañoso, costero y marítimo que ha cautivado la sensibilidad del pintor en los últimos diez años.
El título de No Lugar puede parecer a primera vista paradójico. Pero ya Magritte subtituló su dibujo de una pipa con su famoso “Esto no es una pipa”. Y llevaba razón. Incluso la figuración pictórica más realista no debe jamás confundirse con el objeto representado. Lo que separa a una de otro es un abismo, y en ese abismo caben la imaginación y los sueños, la formación del artista y sus influencias, su visión del mundo y su pericia, sus lecturas y sus horas en los museos, su conocimiento de la pintura y su fuerza de abstracción. En definitiva: el arte. En este No Lugar, una vez más, el artista ha fundido su experiencia visual con su fantasía creativa, se ha apropiado del objeto, lo ha metabolizado en su interior, ha recreado en él los placeres vividos, y tal vez también los peligros, hasta crear un espacio que bien podría llamarse el territorio de sus deseos, el ámbito pictórico de su pasión, ese No Lugar del que se ha apropiado a través de la pintura y en el que resuenan los ecos de un pasado ancestral.
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<< ninguna obra clásica surge de la instantánea a una escena preexistente sino del minucioso montaje de fragmentos dispersos que el artista reúne en una única y singular imagen que dé sentido a la emoción perseguida. En el No Lugar tomo detalles de aquí y de allá para conformar un paisaje síntesis del paisaje visto, vivido y asimilado en todos sus aspectos, físicos y metafísicos>>
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Es evidente el idilio del pintor con esos fragmentos de costa almeriense (del Pozo de Esparto a Villaricos), donde coexisten montañas negras, curvas sinuosas, juegos infinitos del mar con la luz y calas solitarias de difícil acceso.
En los cuadros de esta serie encontramos laderas de montañas ennegrecidas, cunetas oscuras, mares con sombras inquietantes y cielos negros. No ha desaparecido el negro de “oscuridad primordial”, pero su uso se ha matizado, ya no absorbe la totalidad de la mirada. Convive con el colorido singular de los matorrales, la espuma blanca del mar, el asfalto de la carretera, el ocre cremoso de la arena de la playa o el amarillo rotundo de esos soles (¿o son lunas?) que desafían los cielos negros.
De nuevo estos lugares, estos paisajes nos hablan de búsquedas y encuentros, de las entrañas ancestrales de la tierra, del paso de la historia por ellos (una historia sorprendente, que tan pronto remite a la remotísima cultura del Algar como a la reciente explotación minera de la zona, que han mutado la fisonomía natural de las cosas para crear el paisaje que ahora vemos), de espacios descubiertos y mostrados con toda su carga de atracción y la posibilidad/imposibilidad de ser habitados. Aunque parecen espacios deshumanizados, en realidad sí tienen una presencia: la del espectador, invitado de excepción a captar la extraña belleza de esta geografía única y las paradojas que el artista ha dejado plasmadas en su pintura.
El No Lugar es un espacio de los deseos, esos impulsos que gobiernan nuestra vida dándole goce y sentido, pero abocándola también a los peligros e incertidumbres mayores. Dos opuestos luchan siempre en el espíritu del artista, ¿y acaso no lo hacen también en nuestras vidas? El artista crea la esencia de lo real, arrancándolo al mundo de las apariencias. Y nos invita a compartir su visión.
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Quercus
La figura humana no está del todo ausente en la obra de Miguel García Cano, aunque en verdad es poco frecuente, casi excepción. Y uno de esos momentos de figuración lo constituyen estas esculturas, que en el fondo son un homenaje a ese árbol (la encina) que es el más definitorio, perenne y esencial de la península ibérica.
Son esculturas, por tanto, en madera de encina (solo hay una de madera de olivo) de las que se extraen figuras con clara referencia a las pinturas prehistóricas que abundan en las costas del sur y el levante peninsular.
La influencia de Giacometti y de Julio González se adivina al fondo de estas formas aéreas, sutiles y esculturales, que como todo en la obra de Miguel García Cano parece rehuir la estricta contemporaneidad para centrarse en una búsqueda incesante de lo esencial. Una verdad que el tiempo y la historia aún no hayan destruido.
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