PAISAJES DE LAS MARAVILLAS,
El viaje por Catai de García Cano.
I.
“Ahora dejemos esa ciudad y empecemos a hablar de otro país que se llama Dagova. Quien parte de esa ciudad de que os he hablado antes cabalga doce jornadas entre Levante y Griego, y no encuentra ninguna casa porque las gentes han abandonado toda la llanura y todos han huido a las montañas, donde viven en fuertes, por miedo a las malas gentes, ladrones y bandidos, y a los ejércitos, que causan grandes daños y pérdidas muchas veces han de viajar constantemente por el país.” De esta manera se expresa Marco Polo en el capítulo XLX de su Libro de las Maravillas, “Donde se habla de la grande y noble ciudad de Balc”.
Marco Polo ha partido de Venecia, con apenas diecisiete años, junto a su padre y su tío, en busca de tierras recónditas. Ha partido, en la segunda mitad del siglo XIII, dispuesto a abrir rutas allá donde rutas no existieron; a caminar por tierras agrestes y peligrosas y a arriesgar la vida misma en el intento. Ha bebido vinos dulces y probados panes amargos; ha conocido el palacio del Gran Can y las casuchas de sus súbditos más pobres. Ha visto valles y ciudades que entonces tuvieron diferentes nombres, más enigmáticos si cabe –Turcomania, Valle de la Oscuridad, Rosia, Ciorcia…
Y frente a las actuales Turquía, Siberia, Rusia o Manchuria -nombradas entonces con palabras tan llenas de rememoraciones-, el viajero veneciano ha visitado otras tierras, misteriosas también, cuyo apelativo intacto aún designa fulgores de tiempos pasados. Samarcanda, la ciudad de las alfombras y el comercio, corte del gran Imperio de Tamerlán, cuyo nombre ileso evoca todavía la necesidad inesperada de estar allí entre alfombras mágicas y pasado, es descrita por el veneciano como un lugar plagado de “bellísimos jardines” y “todos los frutos que el hombre pueda desear”.
Y no decepciona Samarcanda tampoco en el presente: al llegar el viajero encuentra todo lo que andaba buscando. O encuentra al menos lo que, de tanto buscarlo, de tanto quererlo, acaba por ver –por inventar- ante los ojos.
Quizás es cierto que las ciudades –los paisajes- son textos y que cada vez que partimos hacia un destino desconocido llevamos con nosotros, escrito a fuego en nuestra imaginación, todo aquello que nos contaron debíamos ver. Tal vez por este motivo al llegar a América Colón creyó ver China, la Catai de Marco Polo, tapices y frutos prohibidos; lujo, diferencia.
Ordenar el mundo, dominarlo: esa sería la aspiración de cada uno de los viajeros occidentales. Sistematizar el mundo, reducirlo a través de las palabras como si cada itinerario fuera sólo el peaje necesario para domesticar al mundo completo.
Poner nombre a las montañas, dibujarlas en el papel, es una maniobra repetida que obsesiona a Occidente desde los comienzos de los grandes viajes. Y ordenar, después, la ordenación misma del mundo para que nada quede sin clasificar, catalogado incluso aquello que es pura conjetura, plantas aún no descubiertas, ambición de Linné en el Systema Naturae, aparecido en 1735, un catálogo botánico diseñado para incluir todas las especies del planeta, conocidas o no entre los Europeos. Se trata, seguramente, de una estrategia para liberarse de la ansiedad que genera lo diferente: rastrear lo familiar en lo extraño.
Sin embargo, poner orden y nombre al mundo, es una tarea interminable: la Enciclopedia es el proyecto condenado a no acabar jamás ya que, a pesar del esfuerzo, el mundo, infinito, no acaba de estar nunca nombrado por completo. Más aún. Preso en su obsesión clasificatoria, Occidente confunde las tierras en su necesidad absurda de que todo sea idéntico a lo conocido: cada planta -pura conjetura hacia el futuro- ajustada a las especies divulgadas.
Y en esa búsqueda de la semejanza no vemos lo que está, sino aquello que debería haber estado. Colón buscaba China y, al llegar a América, vio China.
Los lugares son lo que creemos que son y es ahí donde surge la paradoja: salir de viaje con la esperanza de confirmar la sospecha de lo similar, con la fe en que el mundo sea igual a sí mismo o, al menos, a los relatos que nos han contado sobre el mundo.
De cualquier manera, los viajes, incluso aquellos que aparentan ser manipuladas rutas turísticas, tienen algo de reflejo de la fascinación hacia lo insubordinable, pese a que los paisajes son cada vez representaciones culturales, incluso los deshabitados si tal cosa existiera hasta las extremas consecuencias. También aquellos de los que se ha excluido la presencia humana tienen implícita su huella a través del objetivo de la cámara o del ojo del pintor. Estar allí, estar viéndolos, les confiere un status último de habitabilidad o, lo que es lo mismo, los contamina de un rastro: nosotros.
Nosotros o nuestro deseo: lo que necesitamos que esté ahí. Una China mítica y única que es siempre, para siempre, Catai.
Esa China es la que dibuja García Cano es sus paisajes; esa China narrada cada vez como la espera la imaginación, como nos contaron debió ser hace ya tanto tiempo que se diluye un poco en la memoria.
II.
“et je vis ce conte byzantin/ publié par les pluies/ sur les fortes épaules de la montagne/ dans l’alfabet fantasque de l’eucalyptus. / et de vrai/ au nom du baobab et du palmier/ de mon coeur Sénégal et de mon coeur d’iles/ je saulai avec pureté l’eucalytus/ du fin fond screupuleux de mon coeur végétal”.
Así comenzaba el poema “Etiopía” de Aimé Césaire, recogido en el libro Noria de 1974 y aparecido por vez primera diez años antes en Présence Africaine , en el número especial con motivo de la independencia para los Estados Africanos.
Se trata de unos versos escritos desde su país natal, Martinica, en los cuales el gran poeta de la “negritud” canta a ese continente que, desde la perspectiva caribeña, es el lugar mítico de las raíces –“ vi la historia bizantina impresa por las lluvias”- y es el territorio de la encrucijada por excelencia -“mi corazón de Senegal y mi corazón de la isla”- ; ese espacio que parece, también y sobre todo, la comarca bella como su escritura extraña -“belle comme ton écriture étrange”-, aquella que redacta la historia entre los espacios naturales y encima de las plantas “impresa por las lluvias/ en los hombros fuertes de las montañas/ en el extraño alfabeto de los eucaliptus”.
Y el poeta, dueño de un “corazón vegetal”, escribe desde las profundidades de esa víscera que es ramas y es hojas; escribe a su vez un alfabeto nuevo con un poco de altar mágico e improvisada ceremonia de vudú y parece enfrentar los lectores con un conflicto –aunque habría que decir más bien una apariencia de tal-: aquel que surge entre el pasado mítico y el presente impuesto.
Es el conflicto que el poeta de la Martinica hace patente, aunque es también el conflicto que cada uno de nosotros debemos afrontar cuando miramos al mundo y tratamos de determinar –tontamente- cuál de todas las realidades debe ser la realidad misma.
III.
Quizás por eso los paisajes que propone García Cano resultan tan familiares, pese a tratarse de algo más soñado que visto.
Bastaría con alargar la mano y saborear el dulzor de esas frutas paradójicas –frescor y veneno-, casi salidas de las historias de Marco Polo: “En esas tierras el vino se hace con dátiles y con otras especias, y es muy bueno. Cuando lo beben los hombres que no están acostumbrados a él, al principio se lo hace pasar muy mal y los purga por completo, pero luego les hace gran bien.”
Bastaría con sumergirse en esos paisajes para recorrer tantas tierras fabulosas que solo existieron en un lugar secreto, plagado de sorpresas súbitas; tierras de Catai que han quedado grabadas en la más poderosa de las retinas, la que mira con los ojos de la imaginación, y que volverían a ser como las fantaseamos al leer cada libro de las maravillas. Paisajes de las maravillas pintados por García Cano, luminosos y precisos como son los sueños.
Paisajes de Catai –lunas, dátiles y plata, sol rojo que ilumina áspero, muy al norte- que se hacen ahora más familiares, tierras en apariencia próximas, cerca, valles domésticos, los que se encontrarían durante cualquier paseo en coche.
Pero se trata de una impresión, otra vez. La poderosa ráfaga de oscuridad ha invadido los paisajes domésticos como la luz bermellón tiñera las tierras de Catai y vuelven a revelarse con algo de irrealidad, de ensoñación, de viaje maravilloso, conflicto nunca resuelto entre lo familiar/exótico y lo exótico/familiar que desvela García Cano. En el fondo, si la noción de paisaje deshabitado en su pintura es una imposibilidad, la idea de paisaje familiar es frágil y cambiante igual que las nubes. Basta una tormenta súbita y el paisaje atisbado desde la ventana de nuestro jardín se hace otro, Valle de la Oscuridad, Catai. Cada Catai. ¿Lo has presentido?