Separata del catálogo “Pinturas en el Colegio de España” por Francesc Palomares.

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¿QUÉ ES UN CUADRO?
¿Qué es una mirada?

por Francesc Palomares.

“PINTURAS” en el Colegio de España de París.
LA LUNA III (La Canción de Peiwoh), Acrílico – tabla 66 x 110 cm

Estas son las preguntas que se hace todo verdadero artista. Las únicas que valen la alegría (y no la pena, la creación no enlaza con el penar) cuando hablamos de Arte.

Un cuadro es un espacio donde la mirada encuentra un lugar de acogimiento. Un cuadro siempre tiene que ver con la hospitalidad.

Una mirada es una acción escópica, movida por el deseo, dirigida hacia alguien o una cosa. Mirada y deseo están entrelazados. En toda mirada se leen las iniciales de la pasión.

Al mirar, soy yo quien constituye el mundo como visible. Sin mi mirada el mundo no tiene forma ni color; sólo existe lo que miramos y lo que hablamos. Cuando doy mi versión de esa visibilidad, cuando hago obra -cuando, por así decirlo, doy mi punto de vista- constituyo lo que llamamos una visión, mi visión propia. Hacer obra, crear, es pues realizar la epifanía de un juicio.

 La visión que nos ofrece Miguel García Cano es serena, independiente, libre, a mil leguas de las dictaduras visuales de hoy como de las de ayer. Lleva la majestad de su sensibilidad y de su subjetividad hasta sus últimas consecuencias: al sumergirse en lo más profundo de su visión alcanza lo universal.

Miguel García Cano nos habla de una voz y nos muestra un paisaje. ¿En qué lugar, en qué región, en qué país se canta la canción de Peiwoh? ¿Por causalidad no estaríamos en presencia de una versión de la vox clamantis in deserto? La voz mística de Juan el Bautista, voz que resistió a la incredulidad de la multitud y clamó en el desierto la venida de una imagen consustancial a lo Infinito, «Imagen Natural»   que asumiría sin fallar el enigma de lo visible, permaneciendo como manifestación libre y abierta. Es lo que yo creo.

Miguel García Cano oyó un día una voz escrita: la leyenda de la canción de Peiwoh. Y en su territorio interior, en lo más íntimo, surgió la imagen. La voz gráfica fertilizó el espacio mental, el ánima de un artista y le concedió la pasión.

El mundo del arte hoy es un desierto… lleno de actos masturbatorios, de fetiches, de «sabios» vestidos de retórica, y repleto de ídolos sin soplo. El lugar donde se canta la canción de Peiwoh requiere un sitio más elevado, un monte más alto, un Tabor donde la luz clara y activa, transfigura. Un artista lo puede todo. Incluso transfigurar – digo transfigurar y no transformar- la voz en imagen. Es lo que hizo, nos cuentan, el primer Creador: ¡Sea la luz! La voz se inscribió como visibilidad. Más tarde, mucho más tarde, la voz se hizo imagen e instauró la pasión en lo visible. Es pues la misma canción, la canción del génesis. Génesis de un cantar que llegó a los oídos de un creador, el único ser que podía revelar lo que pedía con insistencia su destino de voz: hacerse imagen.

 Un gracioso chiste chino nos cuenta que un sabio mostró con el dedo una preciosa luna llena a un venerable maestro que acompañaba a uno de sus alumnos. El maestro manifestó inmediatamente su admiración por la belleza del astro. El alumno se quedó mirando el dedo. Esta historieta siempre nos es contada para que podamos comprobar la ceguera de algunos opuesta a la lúcida visión de otros.  En realidad, lo que aprendemos en este relato es que tanto lo visible como lo invisible no se comparten; lo visible e invisible de unos no es lo visible o invisible de otros. Delante de un espectáculo, natural o cultural, no vemos lo mismo. Tanto la ceguera como la lúcida visión son tributarias de la posición del sujeto en lo real. Ver es ver con su condición de hombre más o menos libre. El alumno no vio la luna, pero podemos decir que el maestro no vio la mano.

Los cuadros de Miguel García Cano nos muestran la luna sin esconder la mano. Como pintor, sabe mejor que nadie, que la mano es el instrumento de la kiropoiesis1[1]. Toda obra es el fruto de la acción de la mano, la poiesis del hombre, como su libertad, está entre sus manos. Obrar, ser obrero es lo que deseaba Rainer María Rilke, el más profundo de los poetas. Es lo que tanto admiraba en Cézanne, quien lograba realizar imágenes inmortales sólo con sus manos. Alcanza la luna quien obra bien con sus manos.

En griego clásico hay dos modos de decir pintura: kroma y kosmetike. El primer vocablo ha legado a nuestra lengua su referencia a la visibilidad del color, la palabra «cromatismo» expresa sin ambigüedad para los españoles de hoy, la luminosidad natural y la carnación de las cosas. El segundo también remite inmediatamente a una dimensión visual, pero en el sentido postizo, artificial.

Hay pintores comprometidos y fieles a la kroma y otros atrapados en la kosmetike. Hay pintores que pintan y otros que, incapaces de manifestar otra cosa que un estéril narcisismo, se pintan. Dicho de otro modo, que no pintan nada. Ser fiel a la kroma implica el coraje de mantener una posición abierta al acogimiento de la belleza (por fea que sea) es decir a la impronta de la dignidad de las cosas; ser fiel a la kroma es revivificar, dar carnación, suscitar de nuevo el interés por los seres y las cosas para que re-susciten los más profundos deseos de un nuevo nacer; ser fiel a la   kroma es dar a luz a un mundo redimido: el nuestro. Ese mundo que fertilizan los amantes del color, los cromáticos, se llama Futuro.

 Para mí, Miguel García Cano pertenece, sin duda alguna, a esta categoría de pintor. Habiéndole visto trabajar sé que su implicación y su técnica están en perfecta harmonía. No dibuja, «charquea». El cuadro nace al depositar capas y capas líquidas de color, que en reposo suman transparencias formando el espejo. Las figuras no surgen de la circunscripción de una forma previamente delimitada sino de la libre organización de una materia que poco a poco da carnación y visibilidad a un mundo donde se despliega la similitud. Él me dijo un día «Yo trabajo como la naturaleza, las cosas crecen y yo las dejo crecer».

Su obra también crece día a día y nuestro mundo, para quien sepa ver, queda fortalecido y enriquecido por una nueva figura de la libertad.

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[1]Literalmente: hacer, realizar con las manos. La kiropoiesis es la genialidad en las manos del hombre.

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