Separata del catálogo “Pinturas de El Silencio” por Juan Antonio Ramírez.

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LA DISTANCIA Y EL ENCUADRE

por Juan Antonio Ramírez

“Pinturas de El Silencio” Galería Martínez Glera, Logroño.
MONTAÑAS DEL SUR XIV (El silencio), Acrílico – tabla, acrílico – tabla 100 x 100.

Casi todos los cuadros que nos conmueven tienden a suscitar, de un modo explícito o latente, la cuestión trascendental del origen mismo de la pintura. No me refiero ahora a algo tan remoto como el arte paleolítico o los frescos medievales, sino a ese momento, más cercano a nosotros, en el que un fragmento del mundo aparece representado sobre una superficie plana y claramente delimitada. La pintura, tal como la entendemos en nuestro medio cultural, se inventó en el Renacimiento a partir de unos pocos supuestos fundamentales: yo (espectador ideal) estoy en un lugar frente a un tema que es una representación o evocación de algo perfectamente diferenciado de mí mismo. Mi ojo asume como cosa propia la mirada del pintor. Así es como la distancia respecto al asunto puede medirse corporalmente, con la posibilidad de establecer gradaciones: al alcance la mano, cerca de mí pero no mucho, lejos o muy lejos de mí. En eso consiste el campo de la visión. La pintura de la Edad Moderna, (lo que llamamos el “modo de visión renacentista”) surgió como consecuencia de una concentración de la mirada en torno a los planos generales, con una clara preferencia por la media altura: se suponía que la línea del horizonte, al nivel del ojo de un hombre de pie, partiría el cuadro horizontalmente por la mitad.

                Ya sé que estos supuestos ideales fueron desestimados muchas veces y que los artistas que pintaron en el largo periodo comprendido entre el siglo XV y las vanguardias no se atuvieron siempre (en realidad no lo hicieron casi nunca) a las normas canónicas de ese “modo de visión”. En efecto, relativamente disidente fue, en sus orígenes, el género del paisaje, que parece haber surgido en oposición a esa concepción perspectívica de la realidad que era típica de los interiores arquitectónicos y de las vistas urbanas. Pensemos en las obras de Joaquín Patinir o en las de los numerosos pintores flamencos y alemanes que se especializaron en las vistas elevadas de amplios segmentos de la naturaleza, con multitud de elementos como casas, ciudades, bosques, montañas y lagos. El espectador ha sido, en esos casos, artificiosamente elevado a las alturas. ¿Desde dónde está mirando? ¿Qué hace subido en lo alto de una montaña imaginaria? ¿O ha sido investido, quizá, de una rara condición angelical y vive ingrávido en un ámbito celeste desde el que controla el universo en su prodigiosa inmensidad?

                No puedo evitar pensar en todo esto cuando me enfrento a la serie pictórica “El silencio” de Miguel García Cano. Se trata de “paisajes”, desde luego, pero sólo si nos retrotraemos a los orígenes históricos del género. Los aspectos anecdóticos y sentimentales que contaminaron luego a esta clase de pinturas han sido aquí omitidos. Nada de fáciles pintoresquismos. García Cano no paga tributo a la complacencia almibarada pero tampoco estamos ante los artificiosos desiertos lunares surrealizantes que han proliferado en la pintura occidental a partir de Yves Tanguy. Miremos detenidamente una obra cualquiera de este conjunto: será cuadrada (hay sólo alguna excepción, regida por la proporción áurea) como si este formato sirviera para reforzar más la idea del cuadro primordial. No es una elección casual pues lo normal en la tradición occidental ha sido pintar sobre lienzos rectangulares: verticales para las figuras y horizontales (casi siempre) para los paisajes. La elección del formato cuadrado tiene, por lo tanto, múltiples implicaciones, ninguna de las cuales es casual o “inocente”. Evoca, en primer lugar, a los fotogramas de las cámaras analógicas con los negativos de 4×4, tan prestigiosas en el ámbito de la fotografía artística profesional hasta fechas muy recientes. Ahora bien, lo característico de ese formato fotográfico era jugar con el encuadre de tal modo que era la toma la que decidía dónde nos encontrábamos con relación al asunto. ¿De qué clase son, pues, estas “vistas elevadas” de Miguel García Cano? ¿Dónde estamos nosotros? (¿Dónde se ha colocado esa cámara ideal?). Unas veces podemos imaginarnos en una terraza elevada desde la cual dominamos amplias panorámicas (como es caso de Mirador de umbrías I) pero en la mayor parte de los casos nos hallamos ante fragmentos de un amplio territorio geográfico que sólo pueden percibirse imaginando al mirón colgado de una especie de cometa. Los arbustos y sus sombras están relativamente cerca y lo mismo puede decirse de las ondulaciones de la tierra. Hay calveros y lomas, valles umbrosos y suaves superposiciones de eminencias geográficas. Es decir, que existen los cuerpos físicos, proyectando sombras, y se nos proporciona una clara percepción de las distancias. Ahí podría estar la clave del escalofrío que nos producen, de su intensa sensación de milagro: flotamos a una cierta distancia del mundo, pero nuestra mirada no es rasante sino más bien vertical, de arriba abajo. ¿Estamos en realidad cayendo desde una altura inconmensurable? ¿Es este “silencio” un preludio estremecedor de nuestro fatal encuentro con la tierra? No puedo evitar, en fin, tener la sensación de que Miguel García Cano nos ha convertido en Ícaros en el momento en el que empieza a evidenciarse nuestra caída. La hibris prodigiosa del vuelo está dando paso a la amarga experiencia del fracaso. Yo veo estos cuadros como si fueran la representación de un momento estremecedor: desde ahí arriba el mundo es una entidad solitaria, sin casas ni campos de labranza, sin animales ni personas, un lugar adecuado para enfrentarnos con los datos  esenciales de nuestra existencia. Contienen un poderoso anestésico. Son un preludio de la nada.

                De ahí la intensa relación que guardan con su formato. El cuadrado puede girarse sin problemas, no tiene tan claramente como otros paralelepípedos un arriba y un abajo, una derecha y una izquierda. Estos cuadros sugieren mejor que otros formatos esa caída vertical, implícitamente giratoria. Pero no podemos dejar de llamar la atención sobre las preocupaciones de García Cano por la proporción áurea y por la modularidad. Los temas son siempre diferentes pero la serie como tal sugiere la idea de la equivalencia, es decir, que cada uno de los cuadros es equiparable a los otros en aspectos esenciales como la temática, la técnica o la intensidad emocional que suscitan. Se trata de un módulo repetitivo que nos lleva al universo, también “anestesiado”, del minimalismo. Creo, pues, que este artista  burla como pocos las distinciones entre abstracción radical y figuración, o entre ausencia de emoción y sentimientos extremados. El alejamiento respecto al asunto y la sensación de su acortamiento vertiginoso (ese extraño efecto de zoom) tienen, pues, una razón profunda de ser.

                Y volvemos a los principios, a las esencias mismas del arte de pintar: el borde del lienzo y el contenido, su formato y su tamaño, la superficie de la tela y lo figurado en ella. Todo esto, en fin, habla del cuerpo del espectador, de ti y de mí, de nuestra precaria presencia en el mundo y de la prodigiosa instantaneidad de la existencia. Las pinturas (estas pinturas) nos hacen como dioses, aunque sea sólo por un instante, mientras descendemos estremecidos y en silencio hacia la morada acogedora de la tierra.

                                                                                              J. A. R.

                                                                                              9.2.2008

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