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EL SILENCIO DE LA LUNA
El anhelo de lo maravilloso y misterioso en el paisaje de García Cano
por Javier Pérez Rojas.
Miguel García Cano presenta en esta exposición dos sugestivas series de paisajes, en los que ha trabajado intensamente dando forma a un universo plástico muy personal y poético. Alejado de los oportunismos de última hora y de las presiones comerciales, ha desarrollado una sólida personalidad artística plenamente inserta en la sensibilidad e inquietudes del momento presente. García Cano es un pintor con un currículum y una trayectoria un tanto atípicos. Estamos acostumbrados a que el artista se nos ofrezca desde el mercado como un producto recién elaborado y expuesto en un escaparate, cuyo valor crítico está las más de las veces en función del poder de ese escaparate, y a partir de ahí ver su evolución y seguimiento. Sin embargo, inquieta mucho más, cuando ese artista se presenta pasado el ecuador de su vida ante el juicio crítico con una obra llena de vida, fresca y juvenil, pero hay ejemplos ilustres para ridiculizar tal prejuicio. Sorprende en el breve historial de García Cano el apreciar un vacío de casi veinte años, pero no es un hueco de inactividad. Sencillamente ha estado trabajando en silencio y ha presentado su pintura cuando lo ha creído conveniente o la ha considerado plenamente definida; todas las frutas no maduran al mismo tiempo. Sin embargo, ha contado con la estima de historiadores y críticos que conocían el trabajo que realizaba.
Así, lejos de las presiones del ámbito comercial ha podido definir su obra, de la que ahora nos presenta dos ciclos de pinturas perfectamente trabadas e independientes. La amplia exposición individual que recientemente ha realizado el prestigioso Club diario Levante de Valencia, con un catálogo para el que Estrella de Diego y Vicente Pla han escrito dos interesantes artículos, ha descubierto la entidad de su producción. En este sentido hay que ponderar también la agudeza del Colegio de España al realizarle ahora esta exposición individual en París.
García Cano no procede de una Escuela de Bellas Artes sino de un medio arquitectónico y técnico, esto en si no tiene un especial significado, más allá de una independencia académica que le ha llevado a buscar sus propios referentes y orientaciones. Avisados sobre esta procedencia, no busquemos en vano una concepción arquitectónica en su pintura, el refinamiento y la profundidad que manifiestan no es patrimonio de una escuela o de un tipo de orientación, sino cualidades universales. Pero si transcendemos el argumento y la poesía de estas pinturas y nos desplazamos hacia los medios y los recursos de su expresión, se descubrirá el dominio de un oficio, la solidez de un técnico, una inquietud casi científica que le lleva a desentrañar y descubrir procesos, a analizar y experimentar con materiales y texturas en una búsqueda insatisfecha y siempre abierta. El oficio es un arma sin la que difícilmente puede avanzar el artista sincero que da la cara sin subterfugios, y al decir esto no estamos tomando posiciones preventivas hacia lo más nuevo y experimental, las vías se han diversificado hoy de un modo extraordinario y es su coherencia, autenticidad y solidez lo que nos permite aceptarlas o no. García Cano podría sin dificultad sorprendernos con creaciones de muy distinto soporte, a su condición de artista sincero hay que añadir la de aprendiz y técnico. El pintor ha dejado de momento guardadas parte de sus obras anteriores realizadas al óleo y con técnicas mixtas, para mostrar los acrílicos realizados en los últimos años. Con este material alcanza una claridad y limpieza, que, vistos en algunos detalles, pueden hacer pensar en las técnicas de los primitivos, en los maestros flamencos o italianos del XV, sin que ello suponga una intención historicista.
El arte de los museos ha brindado respuestas y mostrado vías a lo largo de todo el siglo XX a artistas de muy dispar orientación, especialmente en ciertos momentos de reflexión y recapitulación. En buena medida la pintura del XX no hubiera sido tal cual fue sin Piero de la Francesca, Leonardo, Rafael. El Greco, Velázquez, Zurbarán, Poussin, Goya o Ingres. Claro que una cosa es mirar y ver en la pintura del pasado cuánto hay de lección permanente, y otra también pintar las pinturas. Las tablas que ahora se nos ofrecen no pintan pintura, que ha sido otro ejercicio ampliamente seguido por un buen número de artistas contemporáneos con resultados a veces desiguales. Casi tan repetida como la famosa frase de Maurice Denis acerca de la definición del cuadro como una superficie recubierta de color, es el pensamiento sobre el que Eugenio D’Ors fundamentaba uno de los pilares del arte nuevo en España: “todo lo que no es tradición es plagio”. Hay movimientos y nombres que han pretendido substraerse de la tradición, pero paradójicamente han inaugurado otras tradiciones no menos dictadoras. Uno de los anhelos del arte nuevo fue “encontrar la originalidad precisamente en la continuidad”, escribía una línea más adelante D’Ors en Mis salones, pensamiento hoy indudablemente válido para acercarse y desentrañar el sentimiento de una importante parcela de la nueva pintura. Bien, si intentamos indagar o buscar unos pintores que hayan marcado la visión de García Cano la relación puede ser paradójica. Aunque aún es pronto para situarlo de un modo categórico en una tradición, hay una serie de nombres que han vivificado su savia de artista; creo que se podrían citar en este sentido a Leonardo da Vinci, Caravaggio, Corregio, Ribera, Boëcklin, Rousseau y Joan Miró, autores todos ellos que de algún modo le han fascinado e inquietado, a pesar de que García Cano está muy lejos de ser un pintor erudito. Es evidente que le atraen los genios desveladores de lo misterioso: un misterio de lo cotidiano capaz de abrir ventanas hacia la ficción y el ensueño.
Si nos detenemos ante la serie La canción de Peiwoh, vemos que, siguiendo en parte el ejemplo del admirado Rousseau, ha creado su propio universo. Esta serie, que parte de la lectura de una narración recogida por Racionero en una antología de textos de estética taoísta, le ha permitido idear un universo con destellos mágicos y oníricos. La poesía china es soñada y visualizada desde los persistentes recuerdos de una Sierra Morena lejana que vibra en el recuerdo del artista, pero los paisajes del alma no son topográficos ni de una geografía concreta. Son ventanas abiertas hacia lo inconmensurable, una invitación al viaje, a traspasar el otro lado del espejo. Las nubes, las potentes lunas llenas, las montañas o las aguas, van trazando sus propias formas y movimiento en una pintura de acción y reposo, donde la sensación de lo infinito y misterioso se abriga con una voluptuosa expresión vegetal. Los ramajes del fantástico árbol, atraídos por las luces de la luna o el crepúsculo, ascienden hacia el fondo del cuadro, trepan y se desperezan para alcanzar unas profundas lejanías que encauzan nuestra mirada al paisaje que está más allá. Traspasada la cortina vegetal, la luna llena brilla com todo su esplendor como reina de la noche. Una sutil y estremecedora vibración se expande por toda la naturaleza arrullada por la música que Peiwoh ha conseguido arrancar del arpa dormida al recordarle el rumor de los arroyos, el susurro de las plantas y el cantar de los pájaros. Paisajes no profanados que sueñan el sueño de una edad de oro no escrita, ni narrada, que se escapa por el agujero de la luna o la lejana línea del horizonte.
Puede ser sugerente a propósito de estas pinturas de fondo literario o poético recordar el comentario de Novalis acerca del sentido del cuento:
“Un cuento es en realidad como una imagen onírica –carece de coherencia–. Es un conjunto de cosas y de acontecimientos maravillosos –p. ej., una fantasía musical– las secuencias armónicas de un arpa eólica- la naturaleza misma.
Si una historia recibe la forma de cuento, se realiza ya una injerencia extraña. Los cuentos son una serie de ensayos amables, divertidos –una conversación variada– un baile de máscaras”.
Una visión onírica y maravillosa, es lo que nos brinda precisamente esta canción de Peiwoh hecha imágenes
Un sector de la pintura reciente ha mostrado una potente atracción hacia los paisajes nocturnos. La exposición La noche. Imágenes de la noche en el arte español 1981-2001, que se organizó en el Museo Esteban Vicente de Segovia en el 2001 así nos lo permitió apreciar. García Cano ya estaba realizando estas visiones nocturnas por aquél entonces, pero su obra era desconocida para la crítica. Claro que desde el siglo XV hasta el presente, la luz de luna, las visiones más o menos cosmológicas, han sido un desafío y atracción.
La revisión e interés historiográfico que durante los últimos años se ha despertado hacia el romanticismo, el simbolismo, el realismo mágico o el surrealismo, hacia figuras como Friedrich, Boëcklin, Puvis, Derain, Chirico, Morandi o Hoppe, no pueden ser obviadas, sino que hay que verlas en gran medida como fenómenos causales o paralelos que han descubierto una tradición de lo moderno menos dogmática y aún palpitante. Resulta más fácil buscarle unos ancestros a la serie de García Cano “La canción de Peiwoh” que a la del “El silencio”. Habrá quien viendo estas primeras pinturas traiga a colación cierta Giorgia O’Okeeffe, pintora casi desconocida por él, al igual que habrá quien a la vista de este universo vegetal piense en Frida u otros mundos surreales u oníricos, pero al pasar a otras series vemos que no son esas las vías. Ya he dicho que es la obra de Rousseau uno de los referentes más válidos, cualquier parentesco que se establezca con otros artistas es a consecuencia de participar de una tradición de lo mágico y fantástico, que de Patinir o El Bosco hasta 2001 odisea del espacio o las ficciones jurásicas, han fascinado y estimulado nuestra imaginación. Pero la estela del furor de luna es igualmente fuerte en la cultura oriental, siendo paradigmático el ejemplo del poeta taoísta Li Bai, que murió ahogado cuando ebrio quiso abrazar la luna llena reflejada en el agua. En El silencio de la luna Javier Martín Rios interpreta que “Este abrazo de la luna llena representa el último acto en su búsqueda de la inmortalidad, esa extraña quimera surgida de la convergencia entre la imaginación y la palabra, pero que al mismo tiempo significa la conciencia de la derrota, del ocaso, del fin del espejo de la soledad, del vacío, de la nada. En definitiva, el silencio del poeta, el silencio de la luna”. Ya hace tiempo García Cano se interesó por este poeta chino de la dinastía Tang, pero sin duda que el ya miraba la luna con sus propios ojos.
Las plantas y frutos de la serie La Canción de Peiwoh están perfectamente definidas y delimitadas en su individualidad como los vegetales de la pintura del XV; sin embargo, los cielos, las nubes y la tierra de estas panorámicas adoptan otro trazo, son puras abstracciones, manchas de colores con las que consigue un extraño e inquietante efecto.
En cualquier caso, creo que hay que congratularse de que García Cano, a pesar del componente neometafísico que hay en su pintura, no nos brinde un ejemplo más de hopperianismo, que es hoy por hoy una de las vías más transitada por muchos jóvenes artistas españoles, y aunque excesivamente comercializada hay, no obstante, espléndidos creadores en esta línea que han iniciado una importante renovación de la joven pintura como es el caso de los tan imitados Charris y Sicre. Hopper, Morandi o Chirico no son aquí socorridos comodines para quien ya nada tiene que decir. García Cano se interesa por la noche, pero no lo hace al modo hopperiano, son otras iconografías y otras texturas, aunque el interés neometafísico se advierte en su pintura una vez traspasadas las apariencias. Sin embargo, es un artista más barroco, todavía hay quien a pesar de los siglos se pone alerta cuando oye la palabra, pero barroco es aquí también un retorno intenso a la naturaleza, el anhelo de una voluptuosa espiritualidad que se hace música.
La otra serie de El silencio desarrolla un relato difícil de confundir con el anterior. El silencio implica ahora quietud, ausencia de todo tipo de rumor. En la canción de Peiwoh asistíamos a un despliegue de fuerzas e impulsos; las ramas del fantástico árbol, adormecían y excitaban. El silencio llega ahora a las grandes panorámicas, conjuntos apenas individualizados, poblados de sombras y matices. El silencio se presenta como el otro lado del paisaje. Los mismos títulos de la serie, en la que predomina la palabra umbría, son muy expresivos de la búsqueda de un tipo de paisaje: montes de suaves ondulaciones, visones lejanas de aterciopelados océanos vegetales. El silencio se despliega de la mano de la noche, el silencio requiere también quietud, concentración. El silencio llega por la umbría, mostrando otra cara del sur. Los versos de Chuang Tzu “y contemplo en silencio las montañas del sur;/ el aire de la montaña es puro en el crepúsculo”, nos brinda la clave para sentir aquello que se pierde en el silencio y despertar también el anhelo hacia lo espiritual y misterioso. Como nos recuerda Salvador Pániker en Cuaderno amarillo, “En la historia del pensamiento occidental, ya desde Winckelmann a Herder, el arte deja de entenderse como copia de la naturaleza y pasa a ser creador de realidad. El artista/visionario hace posible una cierta experiencia de lo inaccesible”.